domingo, 31 de marzo de 2013

Presentación de la antología "Último ahora"

Os invito a la presentación de la antología "Último ahora" (Izana Editores), realizada por José Antonio Rodríguez Alva, en la que participo junto con otros catorce poetas.
 
El evento tendrá lugar el lunes 1 de abril en la Sala Clamores (Calle de Alburquerque, 14, 28010 Madrid) a las 19.30. Se ruega puntualidad, pues habrá sorpresa escénica.
 
Aparte de ella, tendremos preparados dos alicientes:
 
1: Juan Carlos Mestre, también presente en la antología, como gran broche final.
2: Se repartirán hostias. Literalmente.


 
Cartel de Begoña Moreno-Luque
 
 
 
 

domingo, 17 de marzo de 2013

Poemas en Tendencias21


Fotografía: María Solís Munuera
 
 

 Dos de mis poemas en el blog "Valentinos", de Viktor Gómez Ferrer, en Tendencias21:

Muchas gracias, Viktor, por tu interés en mis poemas y tus palabras.


domingo, 10 de marzo de 2013

La vaca



Hemos divinizado a nuestras madres.
Queremos ser felices para siempre.


Animal negro
maquillado por la mano cubierta del payaso.
La cal y la ternura.

¿Qué hay bajo el sudario de la novia?
Tienes el hueso oscuro, del origen
arterias y el estómago.
Solo yeso en la piel y nuestra parte
del globo de tus ojos.

A veces, por los poros, se te escapa el túnel.
Nos parece anacrónico, tragamos
el tono de la leche de los ciegos.

Esta ubre que ulula empellejada con polvo y arrozal
conoce la montaña.
La mira cada día de cara a la pared.

Su cornea alcóholica, que intenta de reojo,
ha sido aleccionada con la sal.

Se mueve según lo que nos queda.

domingo, 3 de marzo de 2013

La iguana






Con tierra en los bolsillos
habíamos planeado ser decentes:
bestias que montan a príncipes valientes.

Pero, por la ventana,
la calle ha puesto polvo en las palomas,
del peine y en el traje uso las comas
y el grito en el tejado muerde lana.

No recuerdo a la iguana.
Con tierra en los bolsillos
la noche fue la carne de los grillos.

domingo, 20 de enero de 2013

Sobre "La cinta blanca", de Michael Haneke



"Habrá que buscar una jaula para el herido", le dice el pastor (de almas) a uno de sus hijos en esta película. Y aunque el herido sea un pájaro y lo tenga en sus manos un niño con una de las caras más entrañables que ha dado el cine, la frase provoca la paradójica por lenta sacudida propia de la obra de este autor. Es el punto final de una escena que se ha desarrollado con ese regusto turbio de Haneke que se toma su tiempo en las papilas y acaba, como no podía ser de otra manera, en el estómago: el páter familias ha adoctrinado a su hijo, con tempo de sermón, sobre el imperativo de la cautividad desde el origen para que esté, digamos, legitimada. Avícolamente hablando, se supone.


“La cinta blanca” cuenta los extraños acontecimientos que tienen lugar en un pueblo alemán en la época inmediatamente anterior a la I Guerra Mundial (el asesinato del príncipe de Sarajevo tiene lugar prácticamente al final de la película): una serie de acciones violentas que conforme se suceden toman la apariencia de castigo ritual, desconcertando a los vecinos del pueblo. A partir de estos hechos se nos intenta mostrar la atmósfera que reinaba en Alemania cuando los que estarían en la veintena o la treintena  en el estallido de la IIGM, habiendo crecido a la par que el ascenso nazi, eran solo unos niños o adolescentes. Haneke, retrotrayéndose unos años, deja de lado las consecuencias de las exacerbadas condiciones económicas impuestas por la Paz de Versalles, la desesperación del desempleo, la inflación, el hambre, en el pueblo alemán, así como los sentimientos de exaltación teutona salvadora que surgieron a la par y nos muestra otro factor –no excluyente- como posible factor de los acontecimientos futuros: el clima asfixiante, la opresión –sexual, religiosa, económica, la que se les ocurra- que vivieron en la etapa más maleable los que después serían asesinos, cómplices, delatores, entes silentes o incluso detractores y víctimas.


Y es que, por desconcertante que nos parezca, por inimaginable que se nos antoje, los nazis no salieron del útero materno con metro ochenta, esvástica y abrigo gris: fueron bebés, niños quizás abrazables –hay de todo-, lo que ilustra con una perfección sarcástica –aunque cuenta con más lecturas- el poema “Primera fotografía de Hitler” de la fallecida escritora polaca Wislawa Szymborska, premio Nobel de Literatura en 1996, del que les dejo aquí unos versos para ilustrar la crítica y, de paso, homenajear a una de las mejores poetas del siglo XX (y del XXI, aunque fuera por poco tiempo):


¿Y quién es este niño con su camisita?
Pero ¡si es Adolfito, el hijo de los Hitler!
¿Tal vez llegue a ser un doctor en leyes?
¿O quizá tenor en la ópera de Viena?
¿De quién es esta manita, de quién la orejita, el ojito, la naricita?
(...)

Antes del parto, su madre tuvo un sueño profético:
ver una paloma en sueños, será una buena noticia;
capturarla, llegará un visitante largamente esperado.
Toc, toc, quién es, así late el corazón de Adolfito.



Sin embargo, como ha señalado el cineasta –y su cinta le da la razón – limitarse a una posible explicación o ingrediente para el caldo de cultivo del nazismo nos pondría en la misma posición que las mulas (por lo de tirar de frente -la comparación es mía-). Entornos similares han existido en otros lugares con parecidas consecuencias (de núcleos de población de diferentes tallas a familias monoparentales o parejas) y, teniendo en cuenta la filmografía del director, no puede obviarse que esta película es otro cuestionamiento sobre el ejercicio de la violencia: en otros casos, como en “Funny Games”, se suponía, y subrayo el suponía, que era gratuita y nacía de la nada. Aquí se busca explícitamente su origen y razón –que no justificación, no se asusten-, teniendo muy en cuenta los peligros del adoctrinamiento que persigue un ideal como absoluto. Ampliando el círculo, podríamos decir que el cine de Haneke nos habla sobre aquello que hemos tenido a bien llamar el mal. ¿Qué ahora le toca a los nazis? Perfecto, al diablo le sienta bien el traje.


Cuenta el cineasta, para su propósito, con una baza que sirve tanto para atraer público al cine como para plantearse unas cuantas preguntas (lo que alejará a los buscadores de morbo en bruto): el desasosiego y atracción que produce la maldad infantil, el niño como posible sospechoso, del que ya se ha aprovechado largamente el séptimo arte. Posee esta película escenas que recuerdan –fuera el propósito del director o no- desde a la infante angelical de “La mala semilla” –que operaba en solitario-, pasando por cintas de serie B como “Los chicos del maíz” – quienes compartían con los hanekianos la obediencia a un plan divino y la cercanía a las bíblicas cosechas (las escenas con sombras infantiles y amenazadoras tras las ventanas parecen un tributo directo), el terror patrio de nuestro Narciso en “¿Quién puede matar a un niño?" –con niños insulares que pretendían vengarse del mal que los adultos habían producido a “su especie” durante siglos-, y, sobre todo, por el parecido genético, a esos albinos de ojos claros de “El pueblo de los malditos”, aunque en “La cinta blanca” la inocencia de padres y otros adultos, su calificación de víctimas, no es aplicable, y el mal es un terráqueo, no tiene ningún componente alienígena.


Quedan, fuera del cine, pero dentro de este contexto y con mucha más enjundia y mayor surtido de matices, esos niños orwellianos que vigilaban las palabras que se escapaban del sueño de sus padres para delatarlos. Los perfectos “soldados”. Y aquí los adultos sí tenían algo que ver. Los niños de Haneke continúan esta estela –y no destripo nada, porque no van a ver una película que gire sobre “a ver quién es el malo”, el cine de este director no se suele basar en los “quiénes” –o se muestra claramente o se insinúa con poco lugar a equívocos durante los primeros minutos de metraje-, sino en “cómo” y en “porqué”. Y si me apuran hasta en “cuánto” (¿quién no lo ha pensado viendo “Funny Games”?; aquí también pueden preguntárselo).


La causa de esa fascinación y ese pánico producidos en el espectador por la maldad infantil, en un momento en que los sobados lugares comunes de la infancia –la etapa más feliz e inocente de la vida- han sido derrocados por el psicoanálisis y, si no se quiere recurrir a éste, por la experiencia y el sentido común, e incluso se ha llegado al extremo opuesto de “es que los niños son muy crueles”, quizás resida en que aún nos sorprende que no hay algo de lo que estemos completamente a salvo, que puede con nosotros alguien sobre quien creíamos poder y además es creación nuestra, lo hemos tenido dentro de nosotros como ese nonato que intentaba asesinar a su madre desde el útero en la película del oscuramente divertido Chicho. Psicología o filosofía barata aparte (las mías), ustedes verán.


En cuanto a la factura técnica: nada que reprochar. Destacan, por un lado, las excelentes interpretaciones y dirección de actores (la poca intervención que Haneke se achaca en este menester se me antoja un hipócrita exhibicionismo de humildad, y si es cierto lo que dice y la mayor parte del mérito se debe a los actores, deberíamos secuestrarlos) y, una característica del cine de este autor: la ausencia de música “de fondo”: aparece solo cuando los personajes la producen, y esto no quiere decir que en su cine no tenga importancia –véase “La pianista”-, pero nunca como instrumento externo, en cierto modo tramposo y deshonesto: sin él, el sonido y el ruido de la vida se amplifica, como el roce rugoso de la pluma del pastor sobre el papel. Y, si no lo creen, prueben: fuera los hilos musicales, los CDs o la radio de los coches, nada de auriculares en el transporte público, frente al ordenador de la oficina o cuando corren, nada de precipitarse a por la música nada más entrar por la puerta de casa o despertarse por la mañana: realidad pura.


Podría únicamente reprochársele al director, desde el lado artesanal, cierto preciosismo en las tomas, acrecentado por la sugerente fotografía en blanco y negro, pero no es posible: no es una herramienta efectista, sino necesaria, pues se ha roto con el usual vínculo simbólico –al menos en lo que a Occidente se refiere – de la perfección, el ideal absoluto, la belleza máxima, asociada con el bien, con la bondad: y cuando el paisaje es más hermoso, la nieve cuaja más, la piel es más clara, limpia y tierna, más luce el sol o el blanco –la suma de colores o su ausencia, según sea luz o sea pigmento- es más puro, más se aproximan los nudillos a la puerta. Toc, toc.



sábado, 12 de enero de 2013

El afilador (cuento cruel)

 

I

 
Llega el afilador
de vuelta a la ciudad.
En bici se aproxima
la rueda musical.
¡El hombre del cuchillo,
de la flauta de Pan!
Una niña, en su casa,
se quiere despertar:
han entrado en su sueño
tijeras de podar.
Corcheas aún escucha
cuando su madre está
abriéndole los ojos
con gesto de Piedad.

Ya la visten de rojo
aunque al bosque no va
y su abuela se ha muerto
y ella tiene papá.
Brinca, baila, suplica
algo para afilar;
le conceden cuchillos
con la punta hacia atrás.
Las vecinas la espetan
sin ninguna maldad:
"¡Cuidado en la escalera!
¿Pincharte no querrás?"
La madre las escupe,
haciéndolas callar:
"Corre hasta que revientes.
Los tiempos andan mal".

El padre se lamenta
consolado en un pub:
"Amenaza en el monte
la biodiversidad".

 
II

 
Se atusa los cabellos
el fauno afilador,
apoyado en su roca,
cantándole al amor.
Tiene cejas de vino
y patas de cabrón.
De pronto ve una niña
detrás del paredón.
Se le acerca con mañas
que pretenden pudor.
Otro dedo muy tierno
le toca el pantalón:
"Me manda mi familia.
Ayúdeme, señor",
y le muestra el cuchillo
de cortar el jamón.
Cien niñas se aproximan
con todo su calor.
Cien rizos de María,
cien flores de Saló.
El venerabilísimo
anciano del Tarot
habla consigo mismo
con voces de tenor:
Hoy no llora ninguna,
se sabrán la lección:
jugamos con las reglas
que me dicta mi dios.
Pero han venido muchas,
¿con tantas podré yo?
Será mi día de suerte:
¡No soy un perdedor!,
cuando en la espina siente
-la dorsal- un punzón
y grita como haría
un castrato sin col.

 
III

 
Charcutero frustrado        
en una bacanal
se sueña el afilante
cuando empieza a notar
el filo de la cuerda,
la presión del metal.

En el centro preciso
de un gigantesco hangar
se despierta desnudo,
sobre una plancha está
atado como carne
a punto de guisar,
y en el cuello un aviso:
la hoja de un puñal.

Las niñas le circundan
dibujando un altar,
hay otras detrás de ellas,
cientos, millares, más
debajo de su espalda,
cerca del techo, allá
empujan barandillas
con ganas de saltar,
una sobre sus piernas
le roza lo inguinal
(es la de la guadaña):
ante tanta beldad
el anciano excitado
comienza a despuntar.
Y la pequeña muerte
de un movimiento:¡Zas!
el pingajo sangrante
al perro se lo da.
Ante tal podredumbre
grita con claridad:
"Otra vez jovencitos
tendremos que amputar
y guardar en un tarro
las pollas de verdad".

"¿Por qué?", chilla el gorrino
a medio desmembrar.
"Queremos las manzanas
sin el soso de Adán.
Deshacernos de Zeus,
de Osiris y Jehová",
gritan todas las furias
aplaudiendo a rabiar
y le meten mazorcas
en el ojo papal:
"Es porque te queremos,
no tienes que llorar".

Le roban herramientas
y la piedra molar:
con ella su piel lijan,
le extirpan lo demás
y le cortan las venas
en longitudinal.
Juntan este botín
y los que no serán
de los afiladores
a medio desangrar:
(cuchillos que deshuesan,
que pelan, de trinchar,
que filetean, tijeras,
paneros, de forjar,
santokus, alabardas
y el hacha de mamá)
al bosque pueden ir:
armadas están ya
(y a la jungla, la guerra
y a un rito cultural).

Allí viven ahora
con bicis de afilar
pero no recolectan:
les fascina cazar
y a la presa le dejan
ventaja de animal
después de desvestirla
y a los perros soltar.
Los pueblerinos macho
asustados están:
el lobo yace muerto,
el centauro lo hará
y entre los altos árboles
en la noche lunar
si uno de ellos, ardiente,
se ha atrevido a pasar,
se oyen sus alaridos,
la rueda musical,
y resuena la flauta
de la felicidad.


Imagen: Museo Argentino del Juguete