jueves, 15 de abril de 2021

Reseña de "Antes de despertar", poemario de Dolores Conquero

 

Al leer este primer poemario de Dolores Conquero, me vino a la cabeza el cuadro "La pesadilla", de Henry Fuseli. El mito del íncubo lleva consigo la posesión de la mujer indefensa por el sueño, incapaz de actuar por la condición inmóvil de sus miembros durante ese estado. Pero esa mujer dormida y criatura demoníaca, aunque formen parte de la entidad que es el libro, pues hay realidad que puede representarse con el tropo del sueño aciago, hay inmovilidad y hay sombra, no constituyen un correlato suficiente de lo que esta poeta nos ofrece, que es bastante más. En primer lugar, se pasa a la acción, la cual conduce al despertar y a un después, pero aun en la parte en que la impotencia es manifiesta, existen diferencias que suman, pues el estilo de Conquero se aleja de este precursor de primer Romanticismo que es Fuseli, no hay nada sublime en el demonio ni en la mujer que duerme, sino que ambos quedan sublimados (en el sentido de convertidos en vapor, no de exaltados) por la peligrosa y tiránica bufonada, o mejor pantomima, según la palabra que elige para ella la poeta, del deber ser.

No pierden por ello su fuerza, son espectros con peso, aquel del que deriva etimológicamente la pesadilla, latentes bajo el manto con que se cubren. Leemos en el excelente poema IV: "Lo dijo Primo Levi. / Lo han dicho muchos otros: / “La primera regla para ser algo es parecerlo”. (...) Tú y yo caminando / de la mano. (...) // ¿Qué diferencia hay entre nosotros /  y esa pareja que camina a nuestro lado? / ¿Acaso no llevamos las mismas ropas, / el mismo coche, / un hijo en los brazos? // Parecemos perfectos. / ¿No era esa la primera regla? / Ya sé, no es suficiente/ pero sí necesario." Ese "necesario" agranda el poema. Va más allá de la ingenua creencia en el paso del deber ser al ser por medio de la imagen, pero entonces por qué la necesidad, para qué, cómo. El adjetivo, y con él el poema, se abre al lector,  y demuestra la pericia poética en el uso de la palabra, ofrecida a lo largo del libro con mesura pero repleta, en un verso breve de sencillo lenguaje utilizado con una inteligencia y un talento poético que hace que cada término desborde sus rutinarios límites. 

Dice la voz poética: "Porque esa soy yo. / Esa mujer / bella y arreglada / que dice a sus visitantes: / “Mirad qué normal soy, / qué tranquila es mi casa / qué encantadores mis niños”. // Soy tan normal que sonrío / como todo el mundo, / que visto igual que mis vecinos / que pido las cosas con un por favor y un gracias.", e íncubo y durmiente de Fuseli quedan cubiertos por el falso sosiego de los hombres y mujeres de un Hopper, donde los rayos de sol que entran a través de ventanas y puertas, más que calentar, desvelan. Aletargan, pero no dejan de manifestar su poder. El cuadro puede ser una fila de personas en tumbonas, vestidas con elegancia, pero sobre el aparente descanso bajo el sol que reconforta, éste no acaricia sino que cae sobre ellos. Por obra de la composición, del espacio dejado al aire allí de donde proviene la luminosidad, esta parece querer tragarlos, hay algo allí de donde ella procede, de fuera del cuadro, que desasosiega, crea una pregunta sobre lo que no se ve. Existe una amenaza, pues la luz más dura crea la sombra más intensa y recortada, y ambas entran en forma de aristas en suelos y paredes de las habitaciones donde los personajes se resguardan.  Ese aire, ese uso del espacio, la tiene también esta poética, donde se deja respirar al verso breve, a cada estrofa, a la palabra, en la justa medida para conferirles la entidad que necesitan, para crear distintos planos que subyacen pero, paradójicamente, aplastan con su peso.

Atreverse a confrontar la sombra, a mirar a la cara esa luz, es también este libro. Contiene también el fin de un mundo que, aunque doméstico, es también el fin del mundo tal y como se concibe, pues todo apocalipsis lleva en el nombre una revelación. Una lenta, claustrofóbica, con un tempo levantado admirablemente en un poemario breve que, aún con esa condición, se estructura de forma que arrastra a esa aliteración flemática de "estos vasos / y estos platos rotos", ese caminar en círculo que, para el que lo soporta, parece cobrar forma de una realidad aparte, la cual retrasa con regodeo su apertura.

Es este un ejercicio de descubrimiento de identidad, propia y ajena, sobre las que se cierne una pregunta constante, que aparece tibia pero medra hasta el grito. De desvelar y desvelarse, conocer y conocerse, poesía confesional pegada al mundo, para la que es  imprescindible la mirada certera que llega a ver, mirar de verdad y ver, mirarse y verse, en una dinámica en que no todos participan, como el "aquejado / de un extraño mal" que impide ver al yo poético, y a veces se convierte en un juego de espejos que no escatima el terror, como en el magnífico poema "Dos heridas, dos":  "Se llama Manuel y es carne de mi carne / pero a veces me sorprendo mirándolo / como el entomólogo a la avispa. // Mis ojos escrutadores quisieran / asomarse a su alma / o mejor aún: estar dentro de ella, / entenderla un instante, un pequeño segundo. / Solo eso. // ¿Estar dentro digo? / Ahora es él quien me mira escrutador (...) / ¿A quién me recuerdan esos ojos (...)?/ ¿Es acaso él o soy yo? / ¿Es mi herida o su herida?"

No es difícil imaginar una escena de plano-contraplano. La poesía de Conquero bebe del cine, y esto no se dice porque sea narrativa. En ocasiones lo es, pero si el cine ha dejado de limitarse a esa acepción hace tiempo, por qué debería figurarse así la poesía cuando se compara con este arte. A lo que pueden asimilarse ciertas escenas del poemario es a largos planos secuencia, sin movimiento de la cámara, donde la imagen parece inmóvil pero desborda lo que sería un instante, una fotografía: requiere el tiempo, un transcurrir lento inevitable, mientras el plano permanece fijo pero tienen lugar casi imperceptibles movimientos cargados de significado y de fatiga.

 

jueves, 7 de julio de 2016

Reseña de "La zanja", de Nuria Ruiz de Viñaspre, en Nayagua

Reseña en Nayagua (pág. 260)



La piedra y la letra

“La zanja”
Nuria Ruiz de Viñaspre
2015
Colección Calabria Poesía
Editorial Denes
XII Premio César Simón de Poesía, organizado por la Universitat de València, Vicerectorat de Cultura i Igualtat en colaboración con el Ayuntamiento de Villar del Arzobispo


“Ando buscando el lenguaje en lo que antes era la casa del lenguaje. La casa se ha volado”, dice uno de los versos de “La zanja”. Si imaginamos el lugar que deja una casa al desaparecer, puede que pensemos en la tierra llana. Sin embargo, bajo una casa volada el nivel del suelo quedaría por debajo del resto: ahí estaría el espacio que alojó los cimientos, la zanja cavada para contenerlos.  Vacío, o conjunto de vacíos, rectangulares, estrechos y alargados, que remiten al hueco dejado para la tumba.

“Zanja”  es ruptura y contundencia. Final seco, separación, hueco, obstáculo en forma de abismo de tamaño animal que incita al salto o, escondido para el ojo, propicia la caída inesperada: trampa de cacería. Trinchera que oculta y/o se convierte en fosa. Es ausencia de tierra retirada por la mano del hombre, que puede retrotraer a todas las connotaciones negativas anteriores, pero zanja es también terreno abierto para canalizar el agua, para defender el campo, para enterrar semillas, para asentar los cimientos de la nueva casa. Zanjar es concluir, pero abrir zanjas es empezar. Palabra terminal y de comienzo, pues, la elegida por Nuria Ruiz de Viñaspre para titular este poemario que es pérdida siempre abrupta de lo amado, fagot y fiera: “cuando lloro soy fagot y cuando amo fiera”, a la vez soterramiento y laguna de materia que un día estuvo. Lugar volado, canto, dolor y grito en forma de pregunta. Duelo en que se baten el estatismo y el deseo, el paroxismo y el anhelo de alivio, de conocimiento de la zanja para la salida de esa falta de tierra, de mundo, de lenguaje:

“hay un mundo nuevo dentro de la zanja
trinchera que esconde guerreros de un ayer vencido
más arriba ha crecido algo
es un dios minúsculo que con obsidianojo nos pregunta
(…)
¿cómo escurrir el bulto que deja el hombre en la fosa?”

La zanja es más que vacío, pues está enmarcado. Por todas sus caras menos una, lo realza y limita la tierra, idéntica materia a la de lo arrebatado, y por ello memoria. La zanja es horror vacui:Aristóteles dos puntos: dime ¿es verdad que la naturaleza nunca deja un sitio en blanco, sino que evoluciona para comerse el vacío?”, necesidad de elemento para llenar la nada provocada por el desahucio inverso −la casa se va, el inquilino queda−, en este caso amoroso, pero extrapolable  a cualquier realidad que implique muerte propia y avance imperturbable del mundo: “Todo se ha desintegrado. O, por el contrario, nada se ha desintegrado, excepto yo, que me fui junto a ese ciervo”.

No se queda la autora en ese cariz de exterminio de la zanja, sino que, como se ha dicho antes, trata también su aspecto de de creación, y entre ambos extremos retuerce, metamorfosea el término, la forma de la zanja para utilizarla en tantas realidades como cavidades muerte o vida le son necesarias; y de ese modo llega con especial hincapié al memorial de la pareja, y con él al sexo, y zanjas son “los raíles de sus brazos”, “el carril por el que discurría su sexo”, “los trillos de su cuerpo”, “arañazos por los que se desplazaban uñas”. En este aspecto, recuerda al “And, if you dare, the fissure!”, de D. H. Lawrence, verso-exhortación lanzado en su libro “Birds, beast and flowers!”, donde, especialmente en la parte dedicada a las frutas, esa fisura, hendidura, grieta, era palabra clave, y no sólo desde de su connotación erótica, sino también como abismo y fuente de vida, sombra y atrevimiento a dicha sombra, búsqueda voluntaria de descenso a los infiernos que implica vivir, abrir la mirada, amar “la deliciosa podredumbre”, y el coraje de ello, como en los siguientes versos de “La zanja”:

“Y es que en la página no hago pie. Prefiero el vértigo, la braza, el brazo, el nado y la nada en las aisladas costas. ¿Quién quiere esa arena en los ojos donde gritan los niños que hacen pie cuyas madres tienen bocas que también hacen pie y comen enfermos a mordiscos? Hacer pie es llegar sin braza, ni brazo, ni nado, ni nada. Es detenerse en el vértice de una piscina con ordenadas aguas entremárgenes. Prefiero luxar mi cuerpo-silla.”

Así, el yo poético ordena: “ve, lengua dentro de mi boca, busca el lenguaje en aquella casa a la que se le han volado todas las sillas”, y se interroga sobre continente y contenido, grande y minúsculo, permanente y efímero, abstracto y concreto, banal y esencial, en un momento de “desposesión del lenguaje”, donde no sabe “leer el mundo”. Complejidad y osadía que trata, como dice la “zanjapizarnik”, de “Explicar con palabras de este mundo que partió de mí un ciervo llevándome”.

La escritura como salvación, pero cómo. No es casualidad que el cadáver que, entrado el ciervo al bosque, ese cuerpo que queda “atrás (…) muerto sobre la nieve roja” sea el de Robert Walser, escritor e incansable paseante que desarrolló en los últimos años de su vida, al tiempo que aumentaba su delirio, un tipo de escritura, el micrograma, en la que, abandonando la perennidad de la tinta por lo efímero del lápiz, fue disminuyendo el trazo de tal forma que se tardaron años en descifrar esas grafías. Escritura nueva, esencial y minúscula, donde se encontraron sus escritos de mayor lucidez.

Así en “La zanja”, con un lenguaje sencillo, prácticamente sin adjetivación, con, fundamentalmente, nombre y verbo, tiene lugar “La vuelta al yo. Un yo que escribe para lavar a mano las palabras. Palabras pequeñas como tú”.

En esa pérdida, cuestionamiento y búsqueda de lenguaje, la autora experimenta, va de los poemas primeros, más articulados, a los últimos, más próximos al flujo de conciencia. Itera, inventa, cita, utiliza o no las reglas de puntuación según lo requiere. Sin embargo, esa creación de un nuevo lenguaje la consigue sobre todo con  un ejercicio de extrañamiento de los imaginarios que emplea, y que es toda una inmersión terrestre, un remover la tierra, darle la vuelta:

Para empezar, la autora toma el imaginario próximo a San Juan de la Cruz del ciervo como amante, el ave, el bosque, la noche −“ese gran buque que avanza y que nos crece por dentro /          pero crecer duele crecer duele crecer duele la noche / esa gran gran gran descosida / que parte en dos los desunidos cuerpos”− para su amor terrenal y laica divinidad, igual que el ciervo, fauna y símbolo mítico tanto del cristianismo como de religiones nórdicas, fuerza y fragilidad, elemento propicio para la zanja, y así abre el poemario con esos “Ciervos en zanjas”, antes de proseguir con su construcción: Pico, Pala y Zanja, porque la zanja es dada (“un mal necesario”) y autoconstruida:
ex-
cavo
el poema

No es el ciervo el único elemento que la autora escoge del cristianismo: su simbología le sirve a lo largo del poemario para representar ese amor como dios seglar, con cambio de hábitos, al que clama e irreverencia, y así comienza con una oración súplica y blasfemia, padrenuestro donde éste es sustituido por el pájaro litúrgico, suerte de amor y muerte, “rara avis”, gelidez aniquiladora (que, a título particular, a la que reseña le recuerda al divertimento de cierta condesa ordenando a sus huestes echar agua sobre el cuerpo de la doncella a la que previamente había ordenado desnudar en medio de un bosque invernal, y que Pizarnik, presente en este poemario, también rememoraba: “Hay un leve gesto final de la muchacha por acercarse más a las antorchas, de donde emana el único calor. Le arrojan más agua y ya se queda, para siempre de pie, erguida, muerta....”). Se venera al ave Eros-Tánatos: (“santas heladas sean tus alas”) con el absurdo de suplicar al abismo que nos libre del abismo y la revelación de loar al horror como a la gloria y de identificar ese ave-muerte-amor sustituyendo los siglos por los ciervos y el así sea por una exhortación a amar: “por los ciervos de los ciervos, amen”.
Sin embargo, la autora no se queda en ese universo místico, sino que lo trae a altura cotidiana, en este caso urbana, nos lo acerca. En el tercer poema, ya leemos que “Acabo de ver un ciervo en una parada de autobús” y que “Un ciervo se ha estampado en mi bolso”, y esto, que es en parte ironía y en parte terror por proximidad, consigue que lo que podría ser absurdo −y tiene parte de absurdo, pero inevitable, existencial− sea una invasión de realidad: “Ahora la ciudad se acerca. La ciudad es inconmovible”. Llegan la zanja urbana, la excavadora, el desguace, el vertedero: “Al lado del lavadero donde no había amor había un desguace. En el desguace no había amor”.

Hay, pues, fuerte presencia tanto de la naturaleza como de la urbe, contrapuestas o dándose la mano: en cuanto a la primera, los cuatro elementos se manifiestan. En especial, la tierra, materia de zanja, pero también el aire −vacío de esa zanja y por otro lado, movimiento, mundo, exterior que continúa al margen de lo humano y de su estado, dios indiferente: ““Soy una cosa en manos de lo aéreo que ve disconforme cómo el mundo va moviendo ficha desde su estática mirada”−, el fuego destructor y creador: “cómo apagar la llama que antes encendía cuerpos y ahora los abrasa” y, por encima de estos dos últimos, casi con idéntico protagonismo a la tierra, el agua, en su faceta de hielo y en la de mar, con el barco como figura destacada del relato donde el destino inevitable ocupa un lugar protagonista y la nave es definida por su deriva y por el peso de su carga:

“un mal necesario
¿adónde vas?

a Groenlandia”,

“y el hielo es-clavo
y sólo quería correr hacia el clavo
conocido calor junto a mi cruz
y esta nostalgia y este paréntesis y parestesia
país donde mis zapatos son dos palabras

                                   [iceberg]

que pesan mil veces el peso de mi peso
dos buques de guerra en alta mar
allí –a solas- donde todo se aterra”.

El agua entroncada con la tierra y peso del buque que, ya sea dolor, culpa, atrevimiento o ignorancia, tiene su equivalente, símbolo, en cada confesión o relato mítico: así, en los anteriores versos, la carga cobra la forma de la imagen cristiana del clavo, de la cruz, pero en otros versos toma la de la piedra, roca, del mito griego, y es repetición cíclica del castigo a la espalda, lugar de la atadura para el suplicio merecido como respuesta divina al reto lanzado por el humano al dios  (llámese dios, llámese azar, llámese vida, llámese x). Piedra que también es reiteración en cuanto al gemido iterado de la especie humana: “Al pie de la petra o al pie de la letra”: “escribir es entregarse a lo interminable de escribir es entregarse al interminable memorial que hay en toda acción de escribir”.

Desafío a la divinidad, pretensión de inmortalidad, que casa perfectamente si se vuelve a los mitos del mar, a la maldición del barco y su imposibilidad de regreso a cuenta de un dios airado. Sin necesidad de remontarse a Ulises, mucho más cerca está el viejo marinero de Coleridge. Es también, en principio, amor a la belleza, y luego absurdo y ave muerta, carga que lleva a la deriva, a la locura, al estatismo,  al hielo, en este caso antártico, antes de la vuelta y del relato. Es también búsqueda de mapa.

Y en esta búsqueda, que lo es de lenguaje (mundo, yo), éste nunca se da por sentado, sino que se rechaza, ensalza, vitupera, ridiculiza, desea, etc. Es de destacar que se parte de una oración donde se suplica a la deidad-pájaro “líbranos del bla”, y que se termina con un poema donde se dice:

pero mi cuerpo
pero tu cuerpo
 pero
bla
bla
bla

y otro poema escrito, literalmente, en el margen, que vuelve a interrogarse sobre la utilidad de la escritura. A pesar o con todo, el poemario, en cuanto tal, es respuesta irrefutable a esa continua puesta en duda del lenguaje. La palabra, al fin y al cabo, se crea, se dice, y supera con creces a la mera queja inane, a lo que sería un perpetuarse en la zanja. Quizá la utilidad de la palabra yazca, como en el caso del viejo marinero, en el relato de la historia al invitado-lector quien, tras escucharlo, se levanta a la mañana siguiente “A sadder and a wiser man”: más triste y más sabio. 



jueves, 7 de abril de 2016

Cuando las palomas (Traición -pero mucha- de un poema de R. A. Villanueva)


En el columbario escarbado
con las manos, un hombre señala
donde las palomas anidarían, los huevos

serían cuidados por los monjes, y la cueva cerrada
con llave en el ocaso, bajo la custodia
de asesinos a sueldo de arma blanca.
La bandada era carne en la sequía;

nitrato de potasio; yemas necesarias para adherir
retratos a los muros, para levantar un cielo
dorado con violetas y mirra.

Esta noche, mi madre se pinta las uñas
de negro –un tono que llama “Materia oscura”-.
Numera lo que queda de sus células,

nos habla de la quemazón dentro
de sus rodillas, ríe una promesa de lucha.


R. A. Villanueva
Traducción: María Solís Munuera


viernes, 11 de marzo de 2016

viernes, 19 de febrero de 2016

Reseña de "Luto (1995- )", de Juan Soros (Edmundo Garrido) en Nayagua

Duelo: memoria y pregunta
María Solís Munuera


Luto (1995-     )
Juan Soros
Madrid, Amargord, 2014


No elegimos las desgracias
pero sí los lutos.
Elegimos la memoria.

(Este es el poder de la palabra)


En Luto (1995 - ), último libro de Juan Soros —pseudónimo de Edmundo Garrido, (Santiago de Chile, 1975)—, compendio de otros cuatro (Tanatorio, Cineraria, Reliquia y Ara), podrían elegirse dos poemas para mostrar, en compendio y en un principio (pues hay constantes vueltas de tuerca), la finalidad de la obra, teniendo en cuenta esto no tanto en términos de utilidad como de sentido. Uno de los poemas es el que precede estas líneas. El otro es “Oráculo de la Nada”:

Existen respuestas
a todas las preguntas
menos a una.

Pregunta de la aurora.

(Dedicarás los días que te restan
a redactar esta pregunta)

Asistimos, pues, a un memorial que es duelo, elegido en cuanto a tal (frente a la negación, la evasiva impostada del dolor, ficticia superación-atajo) y, en consecuencia, en lo referente a su carácter: palabra articulada en forma de pregunta, en este caso escrita. Interpelación que no va a hallar respuesta, lenguaje idiosincrático de los que, ante la muerte, permanecen, amplificado o desdoblado en más facetas al vestirse el rapto de prematuro y sorpresivo, y el raptado de persona amada. Verbo ambivalente, a la vez inútil: “Con un cuchillo escribo sobre agua”, y necesario, inevitable: “Para no escucharte / comencé a escribir”. Trasunto de trenos donde el canto fúnebre se interroga sobre la existencia y sobre el propio canto (e incluso reniega de él: “No hay canto”). Poética tanto de la muerte (vida) como de la palabra.



miércoles, 26 de agosto de 2015

Reseña de "Mortífero, ingenuo y transparente" en "El pulso" por Alberto Ávila Salazar





Poesía: “Mortífero, ingenuo y transparente”
24 agosto, 2015 por Alberto Ávila Salazar



María Solís Munuera nos presenta en su primer poemario una colección de versos tan intensa como seductora.


Mis últimas reseñas se han dedicado a rescatar o a descubrir autores esquivos, jóvenes y todavía por consagrar. En esta nueva entrega no voy a hacer una excepción y voy a prestarle atención a un libro que probablemente no ha recibido la que se merecía.

María Solís Munuera es una autora relativamente joven (nacida en 1976), su trayectoria poética es escueta, apenas una plaquette en 2011 y algunos poemas sueltos esparcidos en diversas antologías. Se puede decir que el libro que me ocupa es un debut, pese a la madurez y a la precisión estilística que exhibe. Ofrece una lectura ágil, casi fulgurante. Pero esa velocidad de lectura se compensa con un regusto denso que hace que sea un libro que, a buen seguro, acompañará al lector mucho tiempo.